La noticia del fallecimiento de Bud Spencer a los 86 años, cuyo nombre real era Carlo Pedersoli, me produce una infinita tristeza. Se marcha un icono de mi infancia, un superhéroe de carne y hueso, la persona que mejor ha repartido hostias con la mano abierta, el inventor del puñetazo vertical, ese golpe que impacta con el puño de plano en la cabeza del adversario, una presencia carismática en pantalla y, sobre todo, una de las personas que a través de sus películas me enseñó a amar el cine.
Sí, tal afirmación puede resultar sorprendente, algún crítico purista, de esos que saben tanto que parece que escriben para sí mismos, me llamará loco pero, para los ojos de un niño de los mitificados años ochenta, asomarse a una película protagonizada por el tándem Bud Spencer – Terence Hill resultaba mucho más atractivo que ver cualquier clásico de la historia del cine.
Las alocadas películas de este dúo despertaron mi interés por el cine. Se trató del primer paso para descubrir un medio de expresión sin el que hoy día mi vida sería diferente, no sé si mejor o peor, pero completamente distinta. Porque lo mismo que uno no se adentra en la literatura leyendo a Joyce o a Pessoa, tampoco lo hace en el cine viendo las obras de Eisenstein, Ozu o Kubrick. Eso viene después y se disfruta con la madurez, cuando uno posee el bagaje suficiente para saborear las joyas que alumbraron estos autores.
Mi cabeza guarda algunas simpáticas anécdotas relacionadas con Bud Spencer, y Terence Hill, cómo no, que por cierto se llama Mario Girotti. Una de ellas nos lleva a cualquier día del calendario escolar de 1987, o 1988, uno de esos días en los que tocaba excursión y viajábamos en autobús hasta parajes remotos como Castala o el Arroyo de Celín para pasar la jornada en plena naturaleza.
En el viaje de vuelta el chófer nos dijo que iba a poner una película. (Espero que la SGAE no tome medidas retroactivas por estos hechos). En aquella tele de pantalla curva del autocar empezó a emitirse una película de Spencer y Hill, no recuerdo cual, eso no importa. De repente, todos los niños estábamos dando saltos y riéndonos a carcajadas con la orgía de tortazos y mamporros en aquellas disparatadas escenas en las que nuestra pareja favorita vencía a sorpasso limpio, perdón, sopapo, a los malos. Fue lo mejor de la excursión.
La otra anécdota la viví en Italia. En 1993 tal vez. Estaba en Roma en una especie de viaje de estudios. Uno de los primeros días almorzamos en una acogedora pizzería. Se me ocurrió hacer una gracia y le pregunté a la camarera si Bud Spencer y Terence Hill eran italianos. Mis compañeros de mesa alucinaron con la ocurrencia y rotundamente coincidieron en que había perdido la cabeza. “Hombre, son americanos, está claro”, sentenció uno de ellos. La camarera se ve que no era muy cinéfila, no me sacó de dudas, pero le arranqué una sonrisa y eso para mí fue suficiente.
Ahora recuerdo otra anécdota, de uno de esos largos días de invierno en los que a las cinco de la tarde es de noche. Mi padre me mandó al video club, cómo los añoro, para alquilar una película que nos amenizase la fría tarde. Tendría 10 años como mucho. Se fio de mi criterio. Volví a casa con ‘Pegafuerte’ (1978), una de tantas protagonizada por Bud Spencer cuyo argumento daba lo mismo, la clave es que hubiera mamporros, y los había.
Mi padre se mosqueó un poco. No le vio mucho potencial artístico a ‘Pegafuerte’, hubiese preferido algún éxito del momento tipo ‘Rambo’ o ‘Desaparecido en combate’, pero al final cedió y aquella tarde que hubiese pasado al olvido infinito, como pasan la mayoría de las tardes de nuestra vida, la estoy rememorando hoy aquí, al recordar al bueno de Bud, porque en cierto modo me hizo pasar un rato muy agradable con mi padre.
Podría resumir la biografía y trayectoria de Carlo Pedersoli pero a estas alturas no tiene sentido. Ya se ha contado mil veces que fue un nadador destacado, con varios Juegos Olímpicos en sus anchas espaldas, trabajador de embajadas, licenciado en Derecho y Sociología, fundó una compañía aérea, cantante, compositor…, y decenas de cosas más.
Luego llegó el cine. Al inicio con anecdóticas apariciones todavía como Carlo Pedersoli, una de ellas en ‘Quo Vadis’ (1951), hasta que coprotagonizó ‘Tú perdonas…, yo no’ (1967), un estupendo spaghetti western de Giuseppe Colizzi rodado parcialmente en España, y en Almería, en el que ya estableció pareja hasta la eternidad con Terence Hill. Entonces Carlo, como era habitual en aquel tiempo, ‘americanizó’ su nombre y escogió el de Bud Spencer, en honor a su cerveza favorita, la Budweiser, y su actor preferido, Spencer Tracy.
El dúo se consolidó en el western con ‘Los cuatro Truhanes’ (1968), al lado de Eli Wallach, y ‘La colina de las botas’ (1969), ambas de Giuseppe Colizzi y que junto con ‘Tú perdonas…, yo no’ conforman una trilogía muy respetada dentro del western europeo.
La química con su compañero de mil batallas fue sencillamente brutal. Hill, delgado y atractivo, ágil y pícaro, se mezclaba a la perfección con Bud, grande y fuerte, bruto y cándido. Emergieron como pareja en una especie de transposición latina y socarrona de ‘El gordo y el flaco’, los de toda la vida, los célebres Laurel y Hardy. En esa idea radicó su esencia.
Pero si tengo que destacar un título de este par, me quedo sin duda con ‘…Y si no, nos enfadamos’ (1974), de Macello Fondato. Tal vez la más surrealista de sus películas, la más divertida y la más sinsentido. Coproducción italo-española con rodaje en Madrid, la delirante propuesta se advierte nada más repasar el reparto, con Donald Pleasence, Manuel de Blas o Emilio Laguna.
‘…Y si no, nos enfadamos’ reúne un puñado de escenas inolvidables e inclasificables. El duelo de comer salchichas por el que se juegan el mini bólido por el que compiten Bud y Terence, la persecución en moto, la pelea en el restaurante, la singular canción de la película y, por supuesto, la secuencia del coro con el famoso “lalalalalalalalalalalala” y Bud Spencer haciendo pedorretas mientras ambos sortean a un francotirador (Manuel de Blas) y Emilio Laguna, director del coro, rompe batutas hasta perder los nervios.
Bud Spencer nos ha dejado y el destino ha querido que mientras se marchaba, su inseparable Terence se encontrara en Almería, la tierra que los vio nacer como pareja fílmica, tal vez para localizar un futuro proyecto. No sé si esta circunstancia ofrece alguna lectura, pero no deja de ser una caprichosa casualidad.
Lo que ya no se podrá hacer nunca es que ambos regresen para recibir un gran homenaje al lugar que los vio nacer. Hubiese sido genial, nos quedamos con esa espinita.
Como constatación de su calado sociológico queda el divertido anuncio de Bancaja de hace unos años, en el que Bud, enfadado, va repartiendo las distintas clases de mamporros de su repertorio a diestro y siniestro, con el personal choque de cabezas, el ‘fatality’ de sus golpes. Sin olvidar el celebritie que le dedicó Joaquín Reyes en Muchachada Nui: “Que no pase un día sin que deis una hostia, porque hostia que no se da, hostia que se pierde”.
Bud Spencer constituye una de las cimas del cine popular, un actor que ha calado en varias generaciones de cinéfilos de todo el mundo. Un emblema del entretenimiento en pantalla grande. Un símbolo que siempre permanecerá vivo en nuestro recuerdo con su tupida barba y sus grandes manos sentando cátedra. Un gigante bondadoso al que nos referimos como a uno mas de nuestra familia. Un coloso de los mamporros.
Giuseppe Pedersoli comunicó la muerte de su padre. Confirmó que no sufrió y que murió en compañía de su familia. Su última palabra fue “gracias”. Un digno adiós para alguien que nos ha hecho pasar muy buenos momentos, para una figura que alcanzó la universalidad traspasando fronteras y culturas. Para un hombre que se ganó la inmortalidad en un rincón privilegiado de nuestra memoria. Gracias Bud por haber hecho de este mundo un lugar más divertido.
Obituario escrito por el periodista y escritor almeriense Juan Gabriel García para ALMERIACINE y ADIOSGRINGO
Juan Gabriel García es miembro de Almeriacine.